Amor y odio (6/39)


RESTOS DE UNA BATALLA

Omar Ibn Musa daba vueltas por el campo de batalla. Alto, delgado, moreno y con barba, era el perfecto modelo de árabe nativo. De eso presumía y para él era un motivo de orgullo, al estar emparentado con la noble familia de los Omeyas. Aunque hacía muchos años que sus antepasados vivían en Al-Andalus, su familia provenía de la península arábiga, del mismo Bagdad.
   
Los muertos, sueltos o amontonados, yacían por doquier, rodeados por las moscas. El olor a sangre y a muerte embotaba los sentidos. Sólo se oía el viento y los sonidos de los buitres y los cuervos, que merodeaban por el lugar.
   
Se acarició la barba. Se preguntó si en el fondo era esto lo que quería Dios.
   
A lo lejos se oían los gritos de los mercenarios. Omar Ibn Musa vio como iban degollando a los heridos moribundos. Tanta crueldad le repugnaba. Tenía que darse prisa.
   
Se encontró con un subordinado.
   
– ¿Qué buscáis, mi señor Omar?
   
–Busco a un cristiano que me salvó la vida, al defender las leyes militares y de Dios.
   
–Pues difícil que le encontréis vivo. Si sobrevivió a la batalla, estará con los suyos, y si no, se habrá encontrado con Dios.
   
–Lo sé. Fue pisoteado por la caballería.
   
–Un hombre que fue pisoteado por la caballería es difícil que se halle con vida.
   
Omar Ibn Musa apuntó a unos metros.
   
–Debió ser por ahí.
   
Los dos hombres se acercaron al lugar señalado. Había un montón enorme de muertos.
   
–Debe estar muerto –dijo el subordinado.
   
–Una pena. Hombres tan nobles no se encuentran con facilidad entre los cristianos. No obstante, quiero cerciorarme.
   
El subordinado empezó a apartar cadáveres, apartando con las manos a moscas y cuervos.
   
– ¡Ese es! –gritó Omar apuntando con el dedo.
   
Rodrigo se encontraba inconsciente, lleno de sangre seca y con el rostro hinchado y desfigurado.
   
–Cercioraos bien, señor. Estos cadáveres están irreconocibles.
   
–Ese es. Le he reconocido por la vestimenta. Está muerto. Una pena.
   
El subordinado tocó con la mano en un lado del cuello de Rodrigo.
   
–Aún no, señor.
   
–Bien –Omar sonrió–. Envolvedle en una manta. Nos le llevamos. Haré que le vean mis médicos de Córdoba.


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