Amor y odio (5/39)


EL REGRESO

La larga comitiva regresaba a casa. Derrota, amargor y dolor era lo que se reflejaba en sus caras. Ya no había flamantes banderines y gualdrapas y habían desaparecido las caras llenas de alegría, con ansias de gloria. Sólo había un ejército de heridos, andrajosos, desanimados, desesperados, que parecían fantasmas, espectros de la batalla, muertos en vida y condenados a sufrir. A caballo unos y otros andando, pero todos encorvados con las cabezas cabizbajas. Parecía como si no se atrevieran a mirar al cielo y prefirieran ver el polvo del suelo, como algo más cercano a ellos. Caminaban en silencio, cada uno hablando consigo mismo. Enrique era llevado en una camilla.
 
Dos hombres a caballo mantenían una conversación.
   
–Tengo ganas de llegar a casa.
   
–Yo no. Hubiera preferido morir que sobrevivir a esta derrota.
   
Un jinete, algo entrado en años, que caminaba detrás de ellos, escuchó la conversación que mantenían.
   
– ¡Caballeros de San Miguel! ¡No os avergoncéis! ¡Caminad con la cabeza bien alta!. Hemos peleado con valor, pero la suerte nos ha sido adversa –gritó.
   
– ¡Dios nos ha abandonado! –se oyó un grito desesperado.
   
Enrique, que iba delante, vendado y tumbado en una camilla, al oírlo gritó:
   
– ¡Sea la voluntad del Señor y no la nuestra! ¡Alabado sea su nombre!
   
Pero su alabanza apenas obtuvo respuesta.
   
Al descender por un cerro, vieron a lo lejos San Miguel.
   
– ¡Dios mío! ¡San Miguel! ¡Qué ganas tengo de volver a casa! Ver a los tuyos, una lumbre caliente, algo de comida –alguien dijo en voz alta.
   
Pero había algo que no era normal. San Miguel, de lejos, no se veía así. Parecía que su aspecto había cambiado.
   
– ¡Algo ha pasado! –se oyó una voz.
   
Diego se fijó en ello. De lejos se veían tonos negros entre los amarillos y marrones. Eso significaba algo. Eso significaba fuego.
   
– ¡A galope! –gritó Diego.
   
Todos los caballeros le siguieron. Atrás quedaron los peones y los heridos, como Enrique.

   
Cuando alcanzaron San Miguel, sus peores temores se fueron confirmando. Se veía destrucción por todas partes.
   
– ¿Qué ha pasado aquí? –preguntó Diego a un hombre de avanzada edad.
   
–Nos atacaron. Fueron las tropas del señor de Villainocencio. Llegaron, hicieron bellaquerías y nos quitaron todo lo que teníamos.
   
– ¡Maldito! –gritó Diego– ¡este ataque tendrá respuesta!
   
–Ya se lo dije yo a tu padre –le dijo Gonzalo–. ¡Teníamos que haber dejado más hombres en San Miguel!
   
Al poco tiempo llegaron los peones y los heridos. Nadie podía dar crédito a lo que allí había ocurrido.
   
Antes de llegar al castillo, un grupo de los defensores que estaban en éste se adelantaron y relataron a Diego y sus caballeros acompañantes todo lo que había ocurrido. Al poco el resto de la comitiva superviviente de la batalla de Rueda.
 
– ¿Doña Elvira? –preguntó Diego.
 
Los caballeros del castillo se miraron entre sí.
 
– ¿Qué ha ocurrido? –preguntó Diego con ansiedad y rabia.
 
Al fin, uno de ellos se armó de valor para contestarle.
 
–Lo siento, señor. Ha ocurrido lo peor. La encontraron muerta a las afueras.
 
Diego cerró los ojos. Era demasiado. No quiso saber más detalles de su escabrosa muerte. Sólo sintió una mezcla de pena, dolor, ira e impotencia.
 
Gonzalo se acercó y le puso una mano en el hombro.
 
–Valor, Diego. Todas estas tropelías serán reparadas con sangre.
 
Diego se volvió hacia Gonzalo con ojos de rabia.
 
–Mañana correrá la sangre del mandatario de Villainocencio.
 
Siguieron hacia el castillo. Blanca salió a la puerta a recibirles. El aspecto de la comitiva que llegaba, encabezada por Rodrigo, no tenía el aspecto del  aspecto del triunfo. Sintió los peores presagios. El corazón le empezó a palpitar fuertemente.
 
–Diego, ¿qué pasó? –le preguntó, al mismo tiempo que con la vista buscaba entre los hombres que le acompañaban a Rodrigo y a su padre.
 
– ¿Que qué pasó? –contestó Diego sonriendo irónicamente–. Murió tu padre, sus caballeros, Rodrigo, mi padre y muchos de sus mejores caballeros. Y nos han vencido. Toda España es de la morería y del hijo de Satanás del mandatario de Villainocencio. Y Dios nos ha abandonado.
 
Blanca se quedó pálida como la cera, abrió los ojos de forma desorbitada y estuvo un tiempo así hasta que cayó de rodillas al suelo, se puso las manos en la cara y rompió a llorar arrojándose al suelo. Clavó las manos en la tierra y se frotó el rostro con ella. Llorando clavó su cara en la tierra.
 
– ¡Bastardo! ¡Cómo se lo has dicho de esa manera! –gritó Enrique, incorporándose en la camilla.
 
Enrique, poniéndose en pie a pesar del dolor, fue hacia Blanca. El dolor se hizo insoportable y cayó suelo. Arrastrándose por el suelo hacia ella. Ella lloraba.
 
–Les hemos perdido para siempre –dijo abrazándola.
 
Los dos se abrazaron entre los sollozos de Blanca y las lágrimas que surgían, sin llanto, de los ojos de Enrique.
   
Diego volvió la vista atrás. Vio a Enrique en el suelo abrazado a Leonor. Se le hizo un enorme nudo en la garganta. Y deseó llorar junto a ellos, pero era el merino de San Miguel y debía demostrar fortaleza en tiempos difíciles
   
Otro hombre, que salía del castillo, se acercó lentamente a Diego.
   
–Hay algo más, Diego.
   
– ¿Qué?
   
–Se llevaron a Leonor, la hija de Ordoño.
   
– ¡Leonor! ¡Dios mío! –dijo Enrique al oírlo, intentando ponerse de pie– ¡hay que rescatarla! ¡Voy a ir yo!    
Cerró los ojos y puso una mueca de dolor, luego se tambaleó y cayó al suelo. Blanca fue junto a él.
   
– ¡Maldita herida! –chilló lanzando un sonoro grito que reflejaba la rabia de su impotencia.
   
Varios caballeros se bajaron del caballo para tranquilizarle, entre ellos Diego.
   
–Cálmate, Enrique –le dijo Diego–. Voy a ir yo y ahora mismo.
   
– ¡Puede estar en peligro! –insistió Enrique.
   
–Voy a ir ahora mismo. Estate tranquilo.
   
Diego desenvainó la espada, la levantó a lo alto y habló a todos los que allí se encontraban.
   
–Hemos sido derrotados, hemos hecho un viaje largo y estamos cansados. Pero no importa. Tantas bellaquerías exigen una respuesta inmediata. Voy a ir ahora mismo a Villainocencio a desafiar a su mandatario. Quien quiera que me siga. Ese hijo de puta traidor no merece otra cosa que traer su cabeza a San Miguel en la punta de mi espada.
   
–Yo te seguiré -dijo Gonzalo.
   
A ellos dos sólo se unieron cinco caballeros más. Las ideas de Diego empezaban a no aceptarse de buen grado. Diego se mostró desafiante.
   
– ¿Qué ocurre? ¿Acaso hay miedo?
   
Un caballero de mediana edad habló.
   
–Diego, no te lo tomes a mal. Hemos luchado contra los moros y nos han vencido. Regresamos a nuestros hogares y vemos que un señor malnacido los ha saqueado. Todos queríamos a Ordoño y, por ende, a los suyos, como su hija Leonor. Pero los días anteriores han sido muy duros y necesitamos mirar por nuestras familias. Tendrás todo nuestro apoyo, pero necesitamos saber de los nuestros y de su futuro.
   
Le miró a los ojos y tras un rato de silencio.
   
–Te entiendo perfectamente y no te pido algo que humanamente no sea exigible. A mí me tocó la desgracia de ser el hijo de mi padre, que en gloria esté, y por tanto tengo que velar por todos los hijos de San Miguel. Soy su merino y os juro por Nuestro Señor Jesucristo que el mandatario de San Miguel tendrá mi visita y mi desafío. A nadie le puedo pedir que me siga en estos momentos tan terribles, pero el que me siga estará entre mis más fieles caballeros.


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