Amor y odio (7/39)


UN VIAJE INFERNAL

Leonor estaba agotada. Llevaba cuatro horas caminando sin parar a paso ligero. Por el camino fue preguntando a las personas que iba encontrando como llegar a San Miguel.

El cielo estaba rojo. Empezaba a anochecer. Era peligroso pasar la noche en un descampado. Frecuentemente había escuchado historias de gente que desprevenida era asaltada.
 
 Los colores rojos del atardecer abrieron paso a los grises de la noche. Se metió en bosquecillo a pasarla como pudiera. Se acurrucó al pie de una encina. Al echarse en el suelo notó que las hojas secas de las encinas se le clavaban en la cara. Se hizo un lecho con hierbas y pajas y se tumbó a lo largo. Estaba agotada y se durmió.
   
Se despertó al poco tiempo. El corazón le palpitaba con tal fuerza que parecía que se le iba a salir. Había tenido unos sueños horribles en los que el mandatario de Villainocencio aparecía una y otra vez.
   
No pudo volver a conciliar el sueño.
   
Era ya completamente de noche. A la luz de la luna se podía ver el bosque. Los árboles tenían apariencia fantasmagórica y su imaginación los hacía ver como horribles monstruos.
   
Se puso pálida y se le erizó el pelo cuando escuchó el aullido de los lobos. Sentía como flojedad en las piernas. Pidió que la noche pasara pronto. Cerró los ojos con fuerza. Prefirió no ver nada.
   
También oyó por fuera del bosque, a lo lejos, muchos caballos. Debían estar buscándola.
   
Sintió que el tiempo se detenía. Las horas que pasaron de esta manera fueron interminables.
   
Notó un ruido. Era algo que se acercaba a ella. Dio un salto hacia atrás.
   
Sólo era un ratón campestre. Se colocó a un metro de ella. Tomó una bellota del suelo y empezó a roerla. Leonor suspiró con alivio. Le hizo gracia ver como la iba dando vueltas con las patitas. Era lo único un poco agradable que veía desde hacía algún tiempo.
   
Empezó a amanecer. El negro de la noche se fue transformando en gris, hasta que el cielo se puso de color azul.
   
Leonor salió del bosque y siguió caminando. Cuando llevaba un rato, vio una pareja de campesinos que se habían levantado con el alba y les preguntó. Le indicaron el camino que debía seguir.
   
Llevaba caminando dos horas cuando atravesando un camino, con setos a los dos lados, le salieron dos hombres que se pusieron enfrente de ella. A uno le faltaban las orejas, parecía que se las hubieran cortado por un castigo. Sin duda eran asaltadores de caminos. Cada uno de ellos sacó un cuchillo.
   
Leonor pensó que no tenía escapatoria.
   
– ¡Danos todo lo que lleves encima, maldito! –gritó el que no tenía orejas.

¡Aún no se habían dado cuenta que era una mujer!. Leonor sacó con una mano la espada que llevaba al cinto y con la otra sacó el puñal. Se quedó mirando a los dos hombres. Si decidían luchar estaba perdida. Los dos hombres se miraron entre sí.
   
– ¿Le matamos? –preguntó el que no tenía orejas.
   
Éste evaluó la situación, por su ropa pareció un soldado, con unos movimientos y rostro femenino. Quizá fuera un desertor de la batalla que ya se sabía perdida ante los moros, un ladronzuelo o un afeminado al que querían castigar, y que probablemente había huido. No parecía llevar nada encima más que su miedo.
   
– ¿Qué llevas encima? –le preguntó el que no tenía orejas.
   
Leonor, sin abrir la boca, hizo un gesto, abriendo los brazos, como mostrando que no llevaba nada
   
– ¡Qué se marche al infierno! –contestó el otro adelantándose hacia ella– ¡para qué luchar si se ve que no lleva nada encima!
   
Éste último escupió en la cara a Leonor y los dos asaltadores salieron corriendo por los setos. Estaba salvada.
 
Siguió andando. A lo lejos por fin se veía San Miguel. Ya había pasado todo. Suspiró aliviada, pero pensó que ya nada iba a ser igual. Ya nada iba a ser como alguna vez pensó que fuera a serlo.


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