Amor y odio (2/39)


EL HORROR

Bermudo era el mandatario de Villainocencio. Era un hombre alto, de mediana edad, no mal parecido. En el fondo de sus ojos parecía que se podía contemplar todo el odio profundo que sentía hacia los señores de San Miguel y sus habitantes. Una cicatriz dispuesta diagonalmente le recorría la cara y cada vez que casualmente se la tocaba, ese odio se hacía más intenso, como si a un fuego se le arrojara más leña.

Había crecido entre odio. Sus padres habían muerto no hace mucho tiempo. Nunca existió algo de amor entre ellos; sólo les unió el profundo odio a la familia del merino de San Miguel. De su madre recordaba sus continuas lecciones sobre como recuperar lo que era de ellos.
     
–Nos quitaron lo que era nuestro y nos pertenecía. Tú lo tienes que recuperar –le repetía una y otra vez.  
     
De su padre, el recuerdo era los continuos azotes. Había que hacerse un hombre y nada mejor que los golpes para crecer. Era una de las frases favoritas de su padre.
     
Sus padres le buscaron esposa para casarse. Pero ésta murió de unas fiebres, pocos días antes de la boda. Se sintió liberado, ya que no le gustaba la idea de estar casado. Muertos sus padres, no volvió a pensar en la idea del matrimonio. Había tenido relaciones con mujeres, pero era incapaz de entender lo que significaba el amar a una mujer. Le parecían seres ridículos y disfrutaba maltratándolas, como hacían los chiquillos con los pájaros que caían en sus manos. Pensaba que cuando San Miguel fuera suyo, quizá se casara, sólo con el fin de tener descendencia.
     
Nuño era su consejero. Era un sacerdote con buenas relaciones con el obispo, aspecto que le interesaba enormemente a Bermudo. Era un hombre con aspecto grave, de mediana edad, que provenía de una familia de Villainocencio con tierras y dinero. Había sido introducido en la Iglesia por sus padres. Aunque alguna vez llegó a sentir la llamada de Dios, pero hoy día se preocupaba más por los asuntos terrenales que por los espirituales. Era de su sangre y su familia y eso le hacía sentir confianza por él.
     
Cuando supo que Ibn Amir se estaba haciendo dueño de toda España creyó que había llegado el momento. Una vez hubo llegado el mensajero del conde de Castilla, para pedir ayuda, le despidió sin más. En su lugar mandó un mensaje a Ibn Amir, declarándose vasallo suyo. Era la jugada perfecta. Ahora estaba con los vencedores. Su familia volvería a estar donde tenía que estar.
     
–Ahora que esos imbéciles han partido a Rueda,  voy a atacar San Miguel y reconquistaré lo que me pertenece  –le comentó a su fiel consejero Nuño.
     
–Deberíais ser más prudente –le contestó éste. Si ahora tomáis San Miguel, cuando regresen sus hombres habrá guerra.
     
– ¿Y qué me aconsejas hacer?
     
–Atacarles, sin más. Debilitarles. Ahora no debe haber apenas hombres. No será difícil. Aunque las leyes no lo reconozcan, San Miguel es vuestro, ¿no es así?
     
– ¡Por supuesto! -contestó Bermudo con arrogancia-. En realidad, por derecho natural, toda España debería ser mía –Bermudo sonrió maliciosamente.
           

A primera hora de la mañana siguiente, San Miguel fue atacada. Sólo pudieron defenderla unos cuantos hombres, ya ancianos, y otros cuantos, demasiados jóvenes, casi niños. San Miguel nunca había conocido el horror que vio ese día. Los hombres yacían muertos por las calles, las mujeres que eran atrapadas eran violadas, las casas quemadas, robos, cosechas incendiadas. Algunas personas tuvieron la suerte de poder esconderse y así salvaron sus vidas. Mucha gente corrió al castillo. Cuando hubieron entrado, los pocos que en él quedaban, lo cerraron por completo. Blanca, que se encontraba en la endeble e informe fortaleza de piedra y madera, volvió a recordar el horror que había vivido no hace mucho tiempo. Buscó a su criada, no la encontró y temió por su vida. Cuando Bermudo llegó al castillo con sus hombres comprendió que le llevaría algo de tiempo tomarlo, así que desistió de la idea. De esta manera salvaron la vida los que allí se encontraban, Blanca entre ellos.
     
Cuando los atacantes marchaban, vieron que algo se movía entre unas tablas. Uno de los hombres bajó del caballo y pegando una patada descubrió lo que se hallaba entre ellos. Una muchacha acurrucada, tiritaba de miedo y rezaba. Era Leonor.
     
–Es la hija de Ordoño –gritó uno.
     
Bermudo sonrió con satisfacción. La suerte le sonreía. La venganza que durante tantos años había pensado ahora se hallaba al alcance de su mano.
           

Se la llevaron al castillo de Villainocencio. Una vez allí, en un salón, Bermudo interrogó a Leonor.
     
– ¿Así que eres la hija de Ordoño?
     
Leonor no contestó. Tenía mucho miedo.
     
– ¡Contesta! –gritó Bermudo.
     
–Sí –dijo Leonor mirando al suelo.
     
Entonces Bermudo se abalanzó sobre ella y le rompió el vestido. Empezó a manosearla los pechos y la intentó besar. Leonor cerraba los ojos. Después de unos interminables minutos de toqueteo y tensión, terminó violándola, comprobando con satisfacción que era virgen.
     
Leonor no podía creer que estuviera viviendo esta pesadilla.
     
En este momento Nuño entró en el salón.
     
– ¡Por Dios, Bermudo! ¡Esto es una inmoralidad!
     
– ¡Cállate y no protestes tanto! ¡Si quieres, luego habrá para ti!
     
Nuño se marchó airado. No era esta su idea de hacer las cosas. Que Bermudo atacase San Miguel no quería decir que aprovechase la ocasión para forzar a las mujeres y fornicar.
     
Cuando Bermudo finalizó su brutal acción, Leonor tenía la cara desencajada a causa del terror, pero sacó de sí misma las suficientes fuerzas para mirar a Bermudo con ojos de odio y decirle:
     
–Mi padre y mi hermano os sacarán las tripas por lo que me habéis hecho.
     
Bermudo puso una cara extraña. Era como si le hubieran nombrado algo horroroso, algo que le revolvía las entrañas.
     
– ¡Cállate, maldita zorra! –pegó un puñetazo en la cara a Leonor que la dejó aturdida, cayendo al suelo.
     
Leonor sintió que se le nublaba la vista, pero aún estaba consciente.
     
Oyó como Bermudo llamaba a alguien, que apareció al poco tiempo. Oyó la conversación entre ellos.
     
–Encerrad abajo a esta bastarda. De momento es para mí y cuando me canse de ella será para todo el que quiera pasar un rato divertido. Y cuando esté harto ya de ella la venderé a los moros como esclava.
     
Leonor se incorporó a duras penas.
     
–No podéis venderme. Soy cristiana.
     
–Entonces –Bermudo sonrió– te cortaré la lengua antes de venderte, para que no vayas contando lo que no debes.


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