EL HORROR
Bermudo era el mandatario de Villainocencio. Era un hombre
alto, de mediana edad, no mal parecido. En el fondo de sus ojos parecía que se
podía contemplar todo el odio profundo que sentía hacia los señores de San
Miguel y sus habitantes. Una cicatriz dispuesta diagonalmente le recorría la
cara y cada vez que casualmente se la tocaba, ese odio se hacía más intenso,
como si a un fuego se le arrojara más leña.
Había crecido
entre odio. Sus padres habían muerto no hace mucho tiempo. Nunca existió algo
de amor entre ellos; sólo les unió el profundo odio a la familia del merino de
San Miguel. De su madre recordaba sus continuas lecciones sobre como recuperar
lo que era de ellos.
–Nos quitaron lo
que era nuestro y nos pertenecía. Tú lo tienes que recuperar –le repetía una y
otra vez.
De su padre, el
recuerdo era los continuos azotes. Había que hacerse un hombre y nada mejor que
los golpes para crecer. Era una de las frases favoritas de su padre.
Sus padres le
buscaron esposa para casarse. Pero ésta murió de unas fiebres, pocos días antes
de la boda. Se sintió liberado, ya que no le gustaba la idea de estar casado.
Muertos sus padres, no volvió a pensar en la idea del matrimonio. Había tenido
relaciones con mujeres, pero era incapaz de entender lo que significaba el amar
a una mujer. Le parecían seres ridículos y disfrutaba maltratándolas, como
hacían los chiquillos con los pájaros que caían en sus manos. Pensaba que
cuando San Miguel fuera suyo, quizá se casara, sólo con el fin de tener
descendencia.
Nuño era su
consejero. Era un sacerdote con buenas relaciones con el obispo, aspecto que le
interesaba enormemente a Bermudo. Era un hombre con aspecto grave, de mediana
edad, que provenía de una familia de Villainocencio con tierras y dinero. Había
sido introducido en la Iglesia por sus padres. Aunque alguna vez llegó a sentir
la llamada de Dios, pero hoy día se preocupaba más por los asuntos terrenales
que por los espirituales. Era de su sangre y su familia y eso le hacía sentir
confianza por él.
Cuando supo que
Ibn Amir se estaba haciendo dueño de toda España creyó que había llegado el
momento. Una vez hubo llegado el mensajero del conde de Castilla, para pedir
ayuda, le despidió sin más. En su lugar mandó un mensaje a Ibn Amir,
declarándose vasallo suyo. Era la jugada perfecta. Ahora estaba con los
vencedores. Su familia volvería a estar donde tenía que estar.
–Ahora que esos
imbéciles han partido a Rueda, voy a
atacar San Miguel y reconquistaré lo que me pertenece –le comentó a su fiel consejero Nuño.
–Deberíais ser
más prudente –le contestó éste. Si ahora tomáis San Miguel, cuando regresen sus
hombres habrá guerra.
– ¿Y qué me
aconsejas hacer?
–Atacarles, sin
más. Debilitarles. Ahora no debe haber apenas hombres. No será difícil. Aunque
las leyes no lo reconozcan, San Miguel es vuestro, ¿no es así?
– ¡Por supuesto!
-contestó Bermudo con arrogancia-. En realidad, por derecho natural, toda
España debería ser mía –Bermudo sonrió maliciosamente.
A primera hora de
la mañana siguiente, San Miguel fue atacada. Sólo pudieron defenderla unos
cuantos hombres, ya ancianos, y otros cuantos, demasiados jóvenes, casi niños.
San Miguel nunca había conocido el horror que vio ese día. Los hombres yacían
muertos por las calles, las mujeres que eran atrapadas eran violadas, las casas
quemadas, robos, cosechas incendiadas. Algunas personas tuvieron la suerte de
poder esconderse y así salvaron sus vidas. Mucha gente corrió al castillo.
Cuando hubieron entrado, los pocos que en él quedaban, lo cerraron por
completo. Blanca, que se encontraba en la endeble e informe fortaleza de piedra
y madera, volvió a recordar el horror que había vivido no hace mucho tiempo.
Buscó a su criada, no la encontró y temió por su vida. Cuando Bermudo llegó al castillo con sus hombres comprendió que le llevaría
algo de tiempo tomarlo, así que desistió de la idea. De esta manera salvaron la
vida los que allí se encontraban, Blanca entre ellos.
Cuando los
atacantes marchaban, vieron que algo se movía entre unas tablas. Uno de los
hombres bajó del caballo y pegando una patada descubrió lo que se hallaba entre
ellos. Una muchacha acurrucada, tiritaba de miedo y rezaba. Era Leonor.
–Es la hija de
Ordoño –gritó uno.
Bermudo sonrió
con satisfacción. La suerte le sonreía. La venganza que durante tantos años
había pensado ahora se hallaba al alcance de su mano.
Se la llevaron al
castillo de Villainocencio. Una vez allí, en un salón, Bermudo interrogó a
Leonor.
– ¿Así que eres
la hija de Ordoño?
Leonor no
contestó. Tenía mucho miedo.
– ¡Contesta!
–gritó Bermudo.
–Sí –dijo Leonor
mirando al suelo.
Entonces Bermudo
se abalanzó sobre ella y le rompió el vestido. Empezó a manosearla los pechos y
la intentó besar. Leonor cerraba los ojos. Después de unos interminables
minutos de toqueteo y tensión, terminó violándola, comprobando con satisfacción
que era virgen.
Leonor no podía
creer que estuviera viviendo esta pesadilla.
En este momento
Nuño entró en el salón.
– ¡Por Dios,
Bermudo! ¡Esto es una inmoralidad!
– ¡Cállate y no
protestes tanto! ¡Si quieres, luego habrá para ti!
Nuño se marchó airado.
No era esta su idea de hacer las cosas. Que Bermudo atacase San Miguel no
quería decir que aprovechase la ocasión para forzar a las mujeres y fornicar.
Cuando Bermudo
finalizó su brutal acción, Leonor tenía la cara desencajada a causa del terror,
pero sacó de sí misma las suficientes fuerzas para mirar a Bermudo con ojos de
odio y decirle:
–Mi padre y mi
hermano os sacarán las tripas por lo que me habéis hecho.
Bermudo puso una
cara extraña. Era como si le hubieran nombrado algo horroroso, algo que le
revolvía las entrañas.
– ¡Cállate,
maldita zorra! –pegó un puñetazo en la cara a Leonor que la dejó aturdida,
cayendo al suelo.
Leonor sintió que
se le nublaba la vista, pero aún estaba consciente.
Oyó como Bermudo
llamaba a alguien, que apareció al poco tiempo. Oyó la conversación entre
ellos.
–Encerrad abajo a
esta bastarda. De momento es para mí y cuando me canse de ella será para todo
el que quiera pasar un rato divertido. Y cuando esté harto ya de ella la
venderé a los moros como esclava.
Leonor se incorporó a duras penas.
–No podéis venderme. Soy cristiana.
–Entonces –Bermudo
sonrió– te cortaré la lengua antes de venderte, para que no vayas contando lo
que no debes.
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