Amor y odio (1/39)


SEGUNDA PARTE: AMOR Y ODIO



LA BATALLA

El frente del ejército de la coalición cristiana formado por la caballería iba bajando por una suave ladera. El rey de León, el de Navarra y el conde de Castilla habían juntado todas sus fuerzas para parar los saqueos y los ataques de Ben Amir, al que los musulmanes llamaban Almanzor, que significaba “el victorioso por Alá”. Estaban completamente seguros que esta vez se iban a poner las cosas en su sitio y que al Califato de Córdoba se le iban a quitar las ganas de volverse a introducir en terreno cristiano.

A lo lejos se veía el ejército del Califa. Se veían relucir sus armaduras y gallardetes. Era numeroso y temible.
   
Rodrigo y Enrique se enderezaron sobre el caballo para ver por primera en su vida al ejército del Califa de Córdoba. Para ver por primera vez en su vida a los infieles.

–Son muchísimos –comentó Enrique–. Son como ratones.

–Pues eso –respondió Rodrigo–. Son como ratas o cucarachas, les aplastaremos.
   
– ¡Callaros! –Diego, que se encontraba en una posición delante de ellos, se encontraba molesto por los continuos cuchicheos de sus hermanos.

El rey de León, el de Navarra y el conde de Castilla habían recibido un mensajero del Califa, que les ordenaba retirarse a cambio de perdonarles la vida. Había sido rechazada la propuesta y un mensajero iba recorriendo las posiciones ordenando a las tropas que estuvieran preparadas en cualquier momento para el combate.
   
Los caballos se empezaron a mover y empezaron a descender por la ladera. Rodrigo y Enrique siguieron a Diego. Se habían acabado los cuchicheos y ahora todos permanecían en silencio. Poco a poco, el trote se fue transformando en galope.
   
El grueso de la caballería cristiana partió al encuentro de la caballería andalusí, que hizo lo mismo. El encuentro fue brutal. El campo de batalla se transformó en una maraña de caballos, caballeros, espadas y lanzas. Llovían estocadas y golpes de todos los lados. Los gritos guerreros, unidos al relincho de los caballos y los sonidos producidos por los golpes producían un fuerte y constante ruido que impedía oír cualquier orden que se diera. En ese momento, Rodrigo y Enrique supieron lo que era el miedo; hasta ahora no lo habían conocido.
   
Los golpes caían de todos los lados y era preciso estar atento, pues un fallo podía significar la muerte. Diego atacaba sin cesar, al tiempo que procuraba no perder de vista a sus dos hermanos. Éstos apenas hacían otra cosa que defenderse con sus escudos.
   
Cuando ya llevaba un rato luchando la caballería, llegaron los peones cristianos y andalusíes al lugar de la batalla. Los hombres y los caballos se mezclaban entre estocadas, lanzazos, golpes, empujones y caídas.
   
Rodrigo y Enrique, permanecían juntos y no hacían otra cosa que defenderse a duras penas y retroceder.
   
– ¡Estamos haciendo el ridículo! –gritó Rodrigo a su hermano Enrique.
   
– ¡Ya lo sé! –respondió éste, mientras  miraba a todos los lados.
   
De pronto un grupo de caballeros cristianos se adentró en el seno de la caballería andalusí. Enrique, viendo el escaso papel que estaba haciendo, les siguió.
   
– ¡Enrique! ¡Imbécil! ¡No vayas! ¡Es peligroso! –gritó Diego al ver lo que estaba haciendo, al tiempo que intentaba seguirle.
   
Se oyeron unos gritos en árabe, que ninguno de los cristianos entendió. Parecían órdenes. La caballería musulmana fue retrocediendo hasta retirarse.
   
– ¡Huyen esos demonios! –alguien gritó.
   
No huían, simplemente dejaban paso a un grupo de arqueros que se colocaban alineados. Volvieron a escuchar órdenes en árabe. Enrique se quedó mirando a los arqueros como con curiosidad. Diego se puso a su lado.
   
– ¡El escudo! ¡Estúpido! ¡Nos van a disparar con flechas! –gritó Diego a Enrique.
   
Antes de que terminara de pronunciar estas palabras, una lluvia de flechas cayó sobre ellos. Se oyó el golpeteo sobre los escudos y algún grito de alguien a quien habían alcanzado las flechas. Antes de volver a disparar, la caballería cristiana cargó sobre los arqueros.
   
Enrique notó algo en la pierna derecha. Cuando bajó la vista vio que tenía una flecha clavada en la rodilla. La tenía clavada en el mismo hueso, que había atravesado. No sintió mucho dolor, sólo como un pinchazo, pero vio que la sangre le salía a chorros.
   
Diego también se había dado cuenta.
   
– ¡Te han dado! –gritó.
   
–No es nada. No te tienes porque preocupar.
   
– ¡De qué no me tengo que preocupar! ¡Estúpido! –Diego estaba enfurecido–. ¡Por qué habréis venido!
   
Con furia, Diego cogió las riendas del caballo de Enrique y le sacó del campo de batalla, llevándole a su campamento. Allí, entre varios hombres, le bajaron del caballo y le tumbaron en el suelo. A medida que pasaba el tiempo, ya pasada la euforia, el dolor se iba haciendo insoportable y Enrique estaba haciendo todos los esfuerzos del mundo para no gritar o llorar. Miró la rodilla. Ya no salía tanta sangre, pero la flecha estaba clavada firmemente en el hueso.
   
Un hombre se acercó con un trozo de tela y limpió un poco la sangre de la pierna. Se acercó a Diego y le dijo unas palabras al oído.
   
–Enrique –dijo Diego–, hay que sacar la flecha, la tienes clavada en el mismo hueso y la herida no tiene buena pinta. Te va a doler.
   
Un hombre colocó un trozo de madera en la boca de Enrique. El médico sujetó la pierna y de un tirón seco arrancó la flecha. Se oyó un grito sordo de Enrique; la vista se le nubló y se desmayó.
   
–Esperemos que se recupere –dijo el hombre a Diego.
   
Diego montó a caballo y se dirigió a galope al lugar de la batalla. Esta vez iba en busca de Rodrigo. Reanudó la lucha y fue introduciéndose en el seno de la batalla, pensando en donde andaría el gilipollas de su hermano.
   
Entretanto, Rodrigo y los tres caballeros a los que había seguido estaban prácticamente rodeados por toda la caballería andalusí. Les llovían estocadas de todos los lados, de las que a duras penas se podían defender. Estaban ya débiles y cansados, heridos, perdiendo sangre. Rodrigo tenía ya varios golpes y cortes por todo el cuerpo. Pero estaban rechazando al enemigo y se sentían poderosos.
   
Tanto habían dado de sí, que los andalusíes parecían dejarles de lado. La caballería andalusí avanzó y no les hicieron el menor caso. Parecían como ser invisibles. Quizá pensaran que no merecía la pena perder el tiempo con cuatro cristianos enloquecidos.
   
Un caballero andalusí, con un casco rematado en una media luna y una capa, con aspecto de ser un alto oficial, pasó delante de ellos y les miró con altivez. Los caballeros que acompañaban a Rodrigo se cagaron en todos sus muertos habidos y por haber. De repente, su caballo se encabritó y se puso de manos. El caballero moro cayó al suelo, dándose la vuelta y haciéndolo de cara, quedando completamente de espaldas en el mismo, como aturdido.
   
Uno de los soldados cristianos fue a clavarle una lanza.
   
– ¡Hijo de la gran puta, ahora te vas a enterar!
   
– ¡No! –gritó Rodrigo– interponiéndose en su camino.
   
– ¡Aparta, gilipollas! o ¿es qué estás con los moros?
   
– ¡No se debe matar a un hombre caído por la espalda! ¡Todo el mundo tiene derecho a ver la cara de su enemigo! –argumentó Rodrigo.
   
– ¡Vete a tu casa, imbécil! ¡Y déjanos luchar! –contestó enfurecido el soldado cristiano, al mismo tiempo que marchaba de la escena.
   
De pronto, el andalusí se levantó del suelo. No estaba moribundo, como había pensado Rodrigo. Quedaron solos frente a frente. Y Rodrigo, desde el caballo, le miró a los ojos. Era un hombre moreno con una barba recortada. Rodrigo levantó la espada con las dos manos, dispuesto para el combate. Al mismo tiempo se oía al caballero cristiano que le había intentado dar muerte. Los andalusíes estaban acabando con él.
   
–No voy a luchar contra el hombre que me ha salvado la vida -dijo el andalusí en un perfecto castellano.
   
Rodrigo no supo que actitud tomar. El andalusí, lentamente, tomó las riendas de su caballo, que había permanecido junto a él y montó. Levantó la espada hacia lo alto, gritó unas palabras en árabe y dio media vuelta.
   
Rodrigo montó en su caballo y cuando estaba encima de él, relinchó y se puso de patas. Se irguió para no caer al suelo, pero no pudo evitarlo. Alguien había clavado una lanza al caballo. Tendido en el suelo, una pierna de Rodrigo estaba atrapada por el peso del caballo, que intentaba levantarse.
   
Poco a poco, Diego consiguió llegar hasta donde estaba Rodrigo. Vio con espanto que éste había desmontado. Le llamó pero entre los gritos de la batalla no le oyó. El avance de la caballería andalusí era imparable.
   
Rodrigo sintió un fuerte golpe en la cabeza. Era una pedrada. Le aturdió. Oyó los gritos de Diego. Se volvió, pero no le vio. Éste intentaba acercarse a él, pero le cerraba el paso la caballería andalusí.
   
De repente, una fuerte carga de la caballería musulmana, mucho más briosa que la anterior, alcanzó a los cristianos. Rodrigo fue empujado por los caballos y cayó al suelo, siendo pisoteado por éstos.
   
Diego contempló la escena con horror y gritó el nombre de su hermano, al tiempo que retrocedía empujado por la caballería andalusí.
   
La batalla duró algún tiempo más, pero en este momento los musulmanes eran ya dueños de la situación. Los cristianos no hacían más que resistir y retroceder y algunos, incluso, ya huían en desbandada.
   
Todo el ejército cristiano había sido deshecho. El poder de Ibn Amir ya no tenía límites.


Ibn amir contemplaba desde el caballo la victoria a la coalición de reinos cristianos.
   
–Mi señor Almanzor –dijo su ayudante–, victorioso por Alá. Esos malditos infieles huyen como ratas. ¿Cuáles van a ser los próximos pasos?
   
–Tomar Simancas, luego dirigirnos a Zamora, a finalizar lo que no hemos acabado. En esa orgullosa ciudad sólo dejaremos una torre para demostrar que aquí existió una ciudad cristiana tan altiva como ridícula pensando que en su castillo estaban a salvo del poder del mensajero de Alá. El siguiente paso será León, allí serán humillados todos los que han desafiado al Califa. Y luego a Santiago, donde dejaremos bien claro a esos cristianos, que la fe del profeta es la verdadera y vencedora.
   
–Mi señor, si os lo propusierais podíais ser el dueño de todo el orbe.
   
–Ni siquiera lo menciones.  Ese poder sólo le corresponde al auténtico sucesor de Mahoma, al Califa de Córdoba, ¡no lo vuelvas a mencionar nunca!
   
– ¡Cómo lo ordenéis, mi señor! –el ayudante agachó la cabeza en señal de sumisión.


Avanzar narración: Amor y odio (2/39)

Retroceder narración: Tierra de frontera (18/18)

Comentarios