Amor y odio (13/39)


DOLOR

San Miguel fue preparándose para la guerra. Al mismo tiempo, Enrique se debatía entre la vida y la muerte. Blanca no se separaba ni un minuto de él, dándole fuerzas y animándole.
   
Sudor, fiebre, delirios y dolor. Así llevaba dos días enteros. Blanca dormía en un jergón de paja en la misma habitación, lo que provocaba las protestas de Diego.
   
–Una mujer de tu linaje no debe dormir al lado de un enfermo; para eso están los criados.
   
Blanca le miró a los ojos.
   
–Como dice la Biblia, lo que queráis que hagan con vosotros los hombres hacedlo también vosotros con ellos, porque en eso consiste la ley y los profetas.
   
–Veo que tuviste una buena educación religiosa, pero así es la vida. Pero ahora estás entre campesinos.
   
–Hay campesinos mucho más gratos a los ojos de Dios que nobles llenos de poder y riquezas.
   
Diego sonrió, con cierto gesto de cinismo.
   
–Eres noble, Blanca, con lazos con la familia del rey Ramiro, y por tanto, eres arrogante.
   
–Te equivocas, Diego, no soy arrogante, soy firme, que es algo distinto.
   
–¡Firme! –Diego rió socarronamente–. Habéis vivido bien en vuestros palacios, con vuestras riquezas y vuestro poder. Durmiendo bien, porque si atacaban los moros, estaban los caballeros pardos, esos pastores y campesinos, para defenderos. No sabéis lo que es vivir en la frontera, dependiendo del cielo para comer, sin saber si mañana llegarán los moros y arrasarán lo poco que tenemos y nos destrozarán la vida, llevándose a los nuestros.
   
–Hablas como si a mí no me hubiera tocado nada, cuando lo he perdido todo.
   
–Es cierto, quizá soy injusto contigo, porque quizá no eres como esos nobles arrogantes, cuya corrupción abona el terreno a los moros; esos nobles arrogantes, cuyos bastardos intereses protegen a seres abyectos como el señor de Villainocencio. No, tú no eres así y tampoco tu padre lo fue. Por eso no os habéis podido librar de la destrucción, como otros lo han hecho.
   
–Diego, sé que soy una carga, una boca más que alimentar, cuando hay hambre…

Él marchó y no quiso oír más


Pasados dos días, la fiebre fue bajando y Enrique fue saliendo poco a poco del sopor. Abrió los ojos y vio el techo. Estuvo así un largo rato. Fue volviendo en sí. Fue ordenando las ideas en su mente.
   
Vio a Blanca echada en el jergón de paja. Comprendió que había sido ella quien le había cuidado. Recordó que le habían querido cortar la pierna. Respiró aliviado cuando se la tocó con la mano.
   
Al volverse Blanca de posición en el jergón se dio cuenta que Enrique tenía los ojos abiertos. Rápidamente se acercó a él.
   
– ¡Enrique!
   
– ¡Qué bella eres! ¡Me pareces a la Virgen! –fueron sus primeras palabras.
   
Blanca sonrió y le acarició la frente.
   
– ¿Qué tal estás? –le preguntó.
   
–Tengo sed.
   
Blanca le acercó un cuenco con agua. Enrique lo bebió con avidez.
   
–Te has pasado dos días sin probar nada ¿no tienes hambre? –preguntó Blanca.
   
–No, aún no.
   
–No te cortaron la pierna.
   
–Gracias a ti. Tengo tantas cosas que agradecerte. Ahora tengo ganas de salir de esta habitación, de correr. ¡Y sabes lo qué te digo! que lo voy a hacer ahora mismo.
   
– ¡Ahora mismo no! –exclamó Blanca con sorpresa– ¡aún no estás recuperado del todo!
   
– ¡Es igual! ¡Si no lo hago ahora me muero!
   
Enrique se fue a bajar de la cama, pero noto con horror que la pierna no le respondía.
   
Cayó al suelo estrepitosamente.
   
Intentó ponerse de pie, pero volvió a caer. No podía mover la pierna por más que lo intentaba. Comprendió la situación y empezó a llorar amargamente.
   
Blanca se arrodilló y le abrazó.
   
– ¡Estás vivo, Enrique, consuélate!
   
– ¡Soy un impedido! ¡Soy un maldito tullido! ¡Es como si me hubieran cortado la pierna! ¡Hubiera preferido morir! –chillaba.
   
Dos lágrimas se deslizaron por las mejillas de Blanca. A veces le parecía que no iba a poder soportar tanto dolor a su alrededor.


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