Amor y odio (11/39)


COMPLICACIONES

Al alba, Diego, junto con catorce caballeros más, llegó al lugar convenido.
   
Iban pasando las horas y nadie se presentaba a la cita.
   
A solas y en silencio, Diego prefería no pensar que éste podría ser el último día de su vida. Pensaba más en el desprecio y el odio que sentía hacia el mandatario de Villainocencio. Si moría con honor su gesta sería recordada y eso le reconfortaba. También pensaba que el futuro de San Miguel no le ofrecía tantas alegrías para sentir un gran amor por su vida.
   
–Ese cobarde es capaz de no venir –dijo uno de ellos, rompiendo el tenso silencio.
   
Las horas fueron pasando. El sol atravesó su cenit.
   
–Definitivamente, ese cobarde no va a venir –dijo Gonzalo.
   
Diego mandó a dos de sus caballeros a buscar al padre Anselmo. Este era un monje del monasterio que ejercía de escribano para su padre.
   
–Y que venga con los útiles de escribir –añadió.
   
Una vez que llegó éste, Diego le hizo levantar acta de la incomparecencia al combate singular del señor de Villainocencio. Cuando el escribano terminó de escribir el pergamino. Diego lo tomó y lo levantó a lo alto.
   
–Esto demuestra que el señor de Villainocencio es un auténtico cobarde, además de un bellaco traidor. He procurado evitar la guerra de esta manera, pero ha sido imposible. Ahora, mis fieles, valientes y nobles caballeros, volvamos a San Miguel.
   


Al entrar al castillo un grupo de caballeros se acercó al grupo de Diego.
   
– ¿Volvéis victorioso, señor? –preguntó uno.
   
–Esa sabandija no ha comparecido –respondió Diego secamente–. Así que habrá guerra.
   
Otro se acercó a Diego.
   
–Vuestro hermano se muere, señor.
   
Diego descendió del caballo y le siguió a paso ligero. Iba tan deprisa que su gruesa capa ondeaba con el movimiento. Entraron en la habitación donde se encontraba Enrique. Olía muy mal, a enfermedad y a corrupción. Al lado de éste se encontraba Blanca. No le había dejado solo un momento.
   
El hombre explicó a Diego.
   
–Los calores han aumentado. El mal se ha debido extender. De la herida manan humores malignos. Por desgracia, llegado este punto, la única solución es que le cortemos la pierna, antes que se extiendan los humores malignos.
   
Empezaron todos a hablar ellos, recordando historias de cómo unos caballeros de San Miguel sanaron y otros murieron en sus circunstancias. Mientras tanto, Enrique, ardiendo de fiebre y agotado por los dolores, intentaba escuchar lo que le iban a hacer.
   
–Proceded entonces –mandó Diego, después de pensar la decisión unos instantes.
   
–Preparad el tajo y unos hierros candentes, tal como lo hemos hablado –ordenó a otros el hombre que había hablado con Diego.
   
En ese momento, Enrique, que lo había escuchado todo, empezó a gritar.
   
– ¡No! ¡No! ¡No!
   
– ¡Cállate, estúpido! ¡Es preferible perder la pierna antes que la vida! –exclamó Diego.
   
– ¡No quiero que me corten la pierna! –chillaba Enrique.
   
– ¡Cortádsela ya de una maldita vez! –Diego se estaba poniendo nervioso.
   
Blanca le cogió fuerte de las manos y procuró tranquilizarle.
   
– ¡Vas a ser la misma persona con pierna, que sin ella! –ella le dijo.
   
Enrique, que temblaba y sudaba, agarró fuerte las manos de Blanca.
   
–Blanca, tú eres la única persona que lo puede impedir ¡intercede por mí!
   
Ella se acercó a Diego.
   
–Por favor, que no le corten la pierna. Está muy mal. Déjale morir en paz.
   
– ¡Soy un condenado a muerte! –gritó Enrique– ¡estoy pidiendo mi última voluntad!
   
Diego cerró los ojos. Estaba poniéndose muy nervioso. Se acercó a él.
   
–No quiero ser un tullido –Enrique tenía los ojos muy abiertos y rojos–, no quiero ser una carga, quiero que todo sea como antes, me gustaría saber que ha pasado con Leonor, y que es de padre y de Rodrigo, allá en los cielos. Y de nuestra querida madre, que apenas llegamos a conocer.
   
– ¿De qué estás hablando? De un mundo que ya no existe. Si no te cortan la pierna, morirás. Mejor tullido que muerto.
   
–Por favor, Diego, que no me corten la pierna. Si Dios quiere que muera, me iré a reunir con padre, con madre y con Rodrigo.
   
–Está bien –manifestó con voz suave–. Que no le corten la pierna.
   
Dos enormes lágrimas rodaban por la mejillas de Blanca.
   
–Entonces, señor –habló el hombre que iba a amputar la pierna a Enrique–, sugiero que se le apliquen unos hierros candentes en la herida para que el fuego intente matar los humores malignos.
   
–Hacedlo pues –contestó Diego.
   
Al poco tiempo trajeron un recipiente con brasas en el que había unos trozos de hierro. Uno de los hombres tomó unas pinzas metálicas y cogió uno de ellos. Su color rojo brillante resplandecía en la penumbra de la habitación.
   
Enrique abrió los ojos como con pánico. El sudor le caía a gotas por la cara. Se agarró fuertemente a los brazos de Blanca.
   
Pusieron en la boca de Enrique un palo de madera que mordió fuertemente.
   
Se oyó un quejido sordo, mientras el cuerpo de Enrique se agitaba y un fuerte olor a carne quemada inundó la estancia. Enrique se desmayó. Blanca rompió a llorar a gritos, mientras soltaba los brazos de Enrique. La había agarrado tan fuerte que tenía las marcas de sus manos en ellos.


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