Amor y odio (17/39)


APOYO MUTUO

Como un poseído, Enrique, agarrándose a las paredes, intentaba andar. Entró Blanca en la habitación.
 
– ¿Te ayudo? -preguntó.
 
– No. Tengo que andar sólo.
 
Blanca extendió las manos hacia él.
 
–Puedes lograrlo.
 
–No.
 
–Sí. Inténtalo.
 
–No puedo –Enrique sabía que tenía la pierna como muerta, no le respondía. Era una horrorosa sensación.
 
–Entonces hazlo por mí.
 
–Está bien –Enrique sonrió forzadamente.
 
Se despegó de la pared y con paso vacilante, fue, poco a poco, hacia donde estaba Blanca. Era difícil mantener el equilibrio cuando una pierna es inútil y no tienes nada en que apoyarte. Se tranquilizó, poco a poco tenía que aprender a mantener el equilibrio. No estaba seguro de poder llegar, pero pasito a pasito, ella le animaba a que siguiera. Llegó donde estaba y se arrojó a sus brazos, abrazándose los dos.
 
–Eres la mujer más maravillosa del mundo. Hubieras hecho a Rodrigo inmensamente feliz –le dijo Enrique en voz baja.
 
En ese momento entró Diego. Les vio abrazados.
 
–Veo que hay novedades en vuestra relación –exclamó al verles.
 
Enrique, soltando los brazos de Blanca, le contestó con rapidez.
 
–No puedes ver que Blanca y yo nos apoyemos mutuamente.
 
–Sí, ya veo que os apoyáis demasiado. Pero Blanca es noble, de la familia del rey Ramiro y tú sólo eres el hijo, ahora hermano, de un merino castellano. Para ellos sólo somos caballeros pardos, pastores, campesinos, gente del campo. Ellos son nobles, gente de la Corte.
   
Blanca cerró los ojos. Enrique notó su dolor y la abrazó. Dos lágrimas salían de sus ojos cerrados.
 
–Llora, si lo deseas –afirmó Diego–. Pero no me conmueven tus lagrimas. Dime Blanca, perdiste tus posesiones en Zamora, donde vivías y te criaste. Y perdiste a tu padre, un gran hombre, con el que tuve el honor de combatir a su lado. También persiste a tu criada cuando atacó el diablo de Villainocencio. Pero ¿ya no tienes familia? ¿no tienes nada de nada?

–Tengo dos hermanastras casadas en León. Pero no pienso ir a vivir con ellas. Sólo sería una carga. Sé que estás deseando que me marche de aquí. Sólo soy otra boca más que alimentar.
   
–Que conste que no te estoy diciendo que te vayas, pero creo que estarías mucho mejor en la corte del Rey Ramiro, antes que entre campesinos y caballeros pardos.
   
–No sabes nada de ella –intervino Enrique–. Sería mejor que te callaras.
   
– ¿Qué no sé de ella?
   
–Mi padre casó ya mayor con mi madre –Blanca empezó su relato–. Era viudo y de su primera mujer sólo tuvo cuatro hijas. Era un noble venido a menos y se gastó lo poco que tenía que darlas buena dote. Dos casaron en León, otra en Oviedo y otra en Lugo. Era niña y sólo tengo una vaga idea de las de León. Mi madre murió cuando yo tenía catorce años. Con ella, mi padre tuvo dos hijos, mi hermano y yo. Cuando la cosa se empezó a poner mal con los moros, mi hermano tenía fantasías de combatir heroicamente, recuperar nuestras perdidas riquezas y darme una buena dote para poderme casar. El pobre ni siquiera llegó a combatir. Se cayó del caballo y se abrió la cabeza.
   
–Así que no eres rica –dijo Diego.
   
–Tras la muerte de mi hermano, mi padre y yo nos fuimos sumergiendo en un pozo de dolor y tristeza. Pero siempre las cosas pueden ir a peor. Y aquel infausto día, huimos de Zamora, perdiendo lo poco que ya nos quedaba.
   
Blanca hizo un silencio. Recordó aquella noche. Como su padre llamó a sus dos caballeros y les dijo que ensillasen unos caballos. Como se tuvieron que abrir paso entre gente corriendo y asustada. Recordaba los gritos, el olor de la madera y la paja quemada, como subieron a aquel alto desde el que contemplaron como ardía la ciudad en medio de la noche. Blanca le dijo que fuesen a León junto con sus hermanas.
   
– ¿Y dónde crees qué se dirigirá ese hijo de perra de Ben Amir cuando haya acabado por completo con Zamora? –fue la respuesta de su padre–. Nos dirigiremos al nordeste, al Condado de Castilla. Son pobres como ratas y viven del campo. Eso sí, son primitivos y valientes. Allí no se le ha perdido a Ben Amir.
   
La mirada de Blanca quedó perdida unos instantes, que no fueron interrumpidos. Luego continuó hablando.
   
–Lo he perdido todo. No tengo ya nada en la vida. Estoy viviendo aquí de vuestra caridad.
   
–Repito lo que dije –intervino Diego–. No te estoy echando. Mientras viva y sea merino de San Miguel, aquí siempre tendrás un lecho y un plato de comida.
   
–Eres un amargado, Diego –le dijo Enrique secamente–. Comprendo que las muertes de padre, de Rodrigo y de Elvira te hayan afectado. Esas muertes nos duelen. Pero no dejes que tu rabia te impida ver la realidad. Y sobre todo, no lo pagues con los más débiles, con los que lo han perdido todo, como Blanca.
   
A Diego le enojó la firmeza con que le respondió su hermano. Se acercó a Enrique, le agarró del cuello, haciendo ademán de levantar la mano para pegarle un puñetazo.
   
– ¡No! –se oyó el grito de Blanca.
   
Diego bajó lentamente el brazo.
   
– ¡Adelante! ¡Pégame! –le increpó Enrique–. Tú eres el merino de San Miguel, a ti te obedecerán tus caballeros, pero no les pidas una adhesión incondicional si no sabes entender sus problemas.
 
Blanca agarró a Enrique y lentamente salieron de la habitación. Cuando hubieron marchado, Diego, enfurecido, pegó una patada a una banqueta, que salió volando por los aires.


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