Tierra de frontera (11/18)

EL DÍA DESPUÉS

Diego aporreó la puerta del cuarto donde dormía su padre.

– ¡Padre! ¡Padre! ¿Estáis aquí?

Sancho, sólo cubierto con una manta de lana, abrió la puerta. La luz que entraba le cegó y cerró los ojos. Despacio, los volvió a abrir.

– ¿Qué quieres, Diego? ... ¡Dios, qué dolor de cabeza!

–Demasiado vino anoche, padre.

–Sí, es cierto, pero no hemos quedado mal con nuestros invitados.

–No sé que decirte, padre. Puede que nos hayan visto... no sé, quizá demasiado toscos.

–Bueno, ¿qué querías?

–Que ya es hora de que vaya introduciendo en serio a Rodrigo en el oficio de las armas; ya va teniendo edad para empuñar una lanza y una espada. Y más ahora que parece que va a haber guerra. Hablan de fabulosas riquezas en el califato de Córdoba, quizá lográramos hacer un fabuloso botín.

–No sueñes con idioteces. El califa está más fuerte que nunca. Ni botín, ni leches. Nos conformaremos con que no nos jodan. De lo de Rodrigo me parece muy bien, pero ¿por qué sólo a Rodrigo y no a Enrique?

–Él va a ser un hombre de la Iglesia, va a estar al servicio del Señor.

Sancho rió para sus adentros.

–Bueno, Dios dirá. Que Enrique también aprenda. No está de más.

–Vamos ahora a luchar. Van a bajar ellos también. ¿Quieres verlo?

–No. La cabeza me estalla. Demasiado vino anoche.


Enrique y Rodrigo llegaron a la era, donde se entrenaban los vecinos de San Miguel. Diego les estaba esperando. Del carro sacó un casco de cuero, un peto acolchado, un escudo y una espada de madera, que les entregó.

Entretanto llegó Fernán.

– ¡Vosotros por aquí! ¡Ya era hora! –dijo Rodrigo mirándoles– ¡a ver qué tal os portáis!

– ¡Venga chicos, adelante! –añadió Fernán.

–Enrique y yo lucharemos contra vosotros –dijo Rodrigo–, lo que provocó la risa de Diego.

– ¿Estás loco? Nos van a dar una somanta de palos –le dijo en voz baja Enrique a Rodrigo.

–Por algo hay que empezar. Ya es hora de que nos iniciemos en la caballería –contestó Rodrigo.

Empezó el combate. Rodrigo se puso frente a Diego y Enrique frente a Fernán.

Diego empezó atacando en una sucesión de golpes ininterrumpidos. Rodrigo no hacía más que poner el escudo intentando defenderse, pero no sabía cómo atacar.

Fernán empezó más suave, dejando más juego a Enrique. Éste cuando intentó atacarle, Fernán paró con el escudo, demostrando una gran pericia, al mismo tiempo que le dio un golpecito en el pecho con la espada de madera.

–Ahora estarías muerto, Enrique. Tienes que aprender. Si yo hubiera sido un moro, ahora no estarías aquí. Y los moros pueden presentarse aquí en cualquier momento

Entonces Fernán le empezó a enseñar la posición de ataque, como coger la espada, las guardias con el escudo y todas las técnicas de combate.

Mientras tanto Rodrigo seguía recibiendo golpes sin parar, que a duras penas los iba deteniendo con el escudo. Su enfado iba creciendo por momentos.

–Levanta más el escudo, Enrique; dejas la cara y el cuello al descubierto –dijo Fernán.

Por fin, Rodrigo se enfadó y empezó a contraatacar. Lanzó dos golpes seguidos contra Diego, que éste paró con el escudo y cuando iba a lanzar el tercero, sin darse cuenta dejó al descubierto la cabeza, que Diego golpeó con fuerza con la espada de madera. Rodrigo sintió un tremendo golpe que le hizo caer al suelo.

–Vamos, ¡arriba!, que no ha sido nada –dijo Diego, ofreciéndole la mano para levantarse.

Diego se puso de pie. La cabeza le estallaba y se sentía algo mareado.

–Rodrigo, no ha estado mal el arrojo, pero tienes que aprender.

Entretanto Fernán seguía dando lecciones a Enrique.

–Cuando golpees frontalmente tienes que dejar descargar todo el peso de la espada, es decir, aprovechar su peso. A ver, inténtalo –dijo Fernán.

Enrique agarró la espada y haciendo un movimiento circular por encima de su cabeza, golpeó con fuerza el escudo de Fernán.

–No ha estado mal –dijo Fernán–. Tienes que ser un buen guerrero si quieres conquistar a mi hermana.

Enrique se quedó absorto. Fernán siguió hablando.

–Porque ayer en el banquete la estuviste cortejando, ¿no es así?

–Sí –contestó Enrique con timidez–. ¿No te ha preguntado nada ella de mí?

–No.

– ¿Nada?

–Nada.

– ¿Nada de nada?

–Nada de nada, Enrique. Lo siento. Creo que no eres su tipo. Pero, por cierto, ¿no ibas para monje?

–Sí. Voy para monje -contestó Enrique con resignación.

Acabados los dos combates, Diego y Fernán se pusieron a luchar entre ellos. Enrique y Rodrigo se sentaron en el suelo y empezaron a hablar.

– ¡Menuda somanta de palos me ha dado Diego! –dijo Rodrigo–, tocándose la cabeza en señal de dolor. Estoy lejos de llegar a ser un buen guerrero.

–Eso para mí ya no tiene ninguna importancia –alegó Enrique–. Me ha dicho Fernán que Leonor no siente nada por mí. Para qué pensarlo y darlo vueltas. Voy a ser lo que siempre quise ser: un religioso y servir a Dios.

–Adelantas acontecimientos, hermano. Leonor no ha abierto la boca para nada. No es más que la hija de un buen caballero de tu padre y es una mujer perfectamente accesible para ti. En cambio Blanca...

–Blanca, ¿qué?

–Blanca es la hija de un señor zamorano, consejero del rey de León, y yo sólo soy el tercer hijo de un merino de Castilla. Está muy por encima de mí. Nunca podrá ser mi esposa. Es un sueño imposible.

–Pero al menos notas que siente algo por ti.

–Algo noto. Es cierto. No me lo ha dicho, pero creo que me ama. Enrique, te voy a contar un secreto. Me voy a preparar para la guerra. Voy a ser un buen guerrero. Se avecina otra vez la guerra con los moros y si hago méritos en la caballería, el conde de Castilla me daría grandes honores; quizá pudiera llegar hasta prestar mis servicios en la corte del Rey de León. Puedo llegar a ser un hombre honorable. Podría entonces pedir la mano de Blanca a su padre. O quizá todo esto no sea más que un sueño.

–No tenemos suerte. Tú no eres lo suficiente para Blanca y a mí Leonor no me ama.


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