Tierra de frontera (10/18)

EL BANQUETE

Enrique y Rodrigo entraron en una estancia del castillo habilitada como salón. Estaban llegando los vecinos invitados.

Sancho estaba hablando con Alfonso; a su lado estaba Blanca, que llevaba puesto el vestido verde y los zapatos que la había comprado Rodrigo.

Enrique pegó con el codo a Rodrigo.

– ¡Ahí está Blanca! Lleva el vestido que la compraste.

–Está preciosa.

Ahora fue Rodrigo el que pegó con el codo a Enrique.

– ¡Mira quién viene!

– ¡Horror! –dijo Enrique.

Al volverse pudo contemplar a un metro escaso a don Ordoño y su esposa Sancha, que iban acompañados de sus hijos Fernán y Leonor.

Enrique y Rodrigo, sin que les diera tiempo a hablar entre ellos, bajando la cabeza saludaron a todos.

Enrique se despreció a sí mismo por haber tenido la poca compostura de haber enrojecido al ver a Leonor tan cerca. Se propuso no volver a hacerlo.

Fernán, el hijo, se acercó a ellos y les cogió por los hombros.

– ¡Bellacos! ¡No sé nada de vuestra vida! ¿En dónde demonios os metéis? ¿Estáis todo el día con las ovejas? ¡Cuánto lo dudo! A vuestro padre sí que le veo, pero a vosotros no.

Enrique seguía absorto por la anterior visión de Leonor.

– ¡Enrique! –dijo Fernán a éste–, ¡estás en otro mundo!

–Perdona, Fernán –contestó.

–No nos preguntes que donde nos metemos –dijo Rodrigo con tono de crítica– porque desde que tu padre te regaló tu maravillosa espada no te hemos vuelto a ver el pelo.

– ¿Qué pensáis? A la espada hay que darla aire y hay que practicar. Si mañana atacan los moros, a ver quien les va a hacer frente. Hay que dedicar tiempo al trabajo, pero también a la guerra, porque si ataca el califa y destruye lo que tenemos, ya no hay nada que hacer.

Fernán sonrió. Al igual que a Diego, las mujeres le consideraban apuesto. Sus gestos eran arrogantes. El peinado le caía en rizos hacia atrás. Era presumido y no ocultaba su vanidad.

–Bueno –continuó–, ya sabéis que un caballero tiene poco tiempo. Hay trabajar en el campo y entrenarse para la guerra. Y ese poco tiempo que se tiene hay que dedicarlo a las mujeres. Por cierto ¿qué tal andáis vosotros en estos temas?

Rodrigo se le acercó y mirando a Blanca le dijo unas palabras al oído.

–Ese es mi tema.

–Toda una señora –le contestó mientras la miraba–, con un padre con influencia en la Corte de León. Apuntas alto. Tienes suerte. No es mi tipo –contestó sonriente Fernán–. A ver si esta noche la conquistas. No me decepciones.

Fernán se volvió hacia Enrique.

– ¿Y tú? Bueno, como eres casi monje no creo que esto te interese –le dijo dándole una palmadita en la mejilla.

–Tienes razón –contestó Enrique–. No me interesan las mujeres.

–Por cierto, ¿ha venido Diego? –preguntó Fernán.

Rodrigo movió la cabeza a ver si le veía junto a su padre.

–No. No ha debido llegar todavía. ¿Por qué lo preguntas?

–Porque mi hermana Leonor no ha hecho más que preguntarme que si iba a venir Diego. Ya sabéis lo de las mujeres. Entre Diego y yo las tenemos a todas enamoradas. En fin, os dejo. Luego os veo.

Enrique, al oír estas palabras sobre Leonor, sintió que el mundo se derrumbaba a sus pies. Cuando Fernán hubo marchado lo suficientemente lejos, le faltó tiempo para hablar a Rodrigo.

–Es mejor que me olvide de Leonor. Ya le has oído. Dedicaré mi vida a Dios.

– ¡Bobadas! Fernán es nuestro amigo, pero ya sabemos como es. Es un fanfarrón y no dice más que tonterías.

Rodrigo agarró a Enrique del hombro.

–Venga, vamos. Blanca me espera. Y a ti Leonor.

Rodrigo se acercó donde estaba Blanca. Al sentir su presencia, ésta se volvió y sonrió.

–Blanca, estás preciosa –a Rodrigo le costó mucho decirlo, pero lo hizo.

Empezaron a hablar de cosas triviales, riéndose de ellas, muchas veces sin razón.

Los comensales fueron llegando, hombres de distintas edades, acompañados de sus esposas e hijos. Llegó Diego al fin. También lo hizo el valiente Gonzalo, uno de los hombres de más confianza de Sancho. Éste era, junto a Ordoño, el padre de Leonor, sus pilares más firmes en San Miguel.

Tomaron todos asiento. A la derecha de Sancho y sus tres hijos se sentó el noble Alfonso y su hija Blanca. Al poco tiempo llegó Elvira, junto a su hermana y sus padres. Saludaron a Sancho y a sus hijos. Rodrigo y Enrique hicieron un intercambio de asientos para que Rodrigo quedara más cerca de Blanca y Enrique más cerca de Leonor.

Los criados empezaron a traer las fuentes de comida. Verduras hervidas, cuartos de cordero y de jabalí, huevos, quesos y panes componían el menú. Empezaron a servir el vino en las copas.

Sancho se levantó y presentó a todos al noble zamorano Alfonso y a su hija y les dio la bienvenida. Brindaron todos por su hija Blanca. Después anunció la boda de su hijo Diego con Elvira. Todos volvieron a brindar, esta vez por los novios.

Empezaron a comer. Iban cogiendo con las manos los alimentos que iban a comer y los iban echando en el plato de cada uno. Partían la comida con un cuchillo y la cogían con las manos. También esta vez los criados dispusieron de fuentes de agua limpia para lavar las manos.

Las conversaciones de los comensales trataban, sobre todo, de la labranza y del ganado, de caballos, de armas, de caza, del condado de Castilla, del reino de León y de los infieles

Al principio de la comida sólo se oía una suave música de fondo, hábilmente ejecutada por los artistas. A medida que se dejaron notar los efectos del vino y los comensales se fueron introduciendo en ambiente, éste se fue haciendo más ruidoso hasta el punto de que la música de fondo apenas se podía escuchar.

Alfonso no hacía más que echar pestes de Ben Amir y de la debilidad de los reinos cristianos. A éste le escuchaban con aparente interés Sancho y Diego. Éstos le dijeron que se debía tranquilizar, que ahora estaba seguro y entre amigos. El intercambio de miradas furtivas y sonrisas entre Blanca y Rodrigo fue aumentando hasta el punto de que ambos llegaron a considerarlo como algo normal. Enrique estuvo todo el tiempo hablando con Fernán y al lado de éste se encontraba Leonor. Intercambió algunas palabras con ella.

Había anochecido y a la luz mortecina de las antorchas empezó el baile. La comida y el vino habían corrido con abundancia. Los músicos cambiaron las canciones lentas y monótonas por otras mucho más alegres; si las anteriores hablaban de los milagros de la Virgen y de la vida de los santos, éstas lo hacían del amor en la primavera y de las cosas alegres de la vida.

Las mujeres se colocaron a un lado y los hombres a otro, y con las manos en las caderas fueron dando vueltas y acercándose lentamente. La pareja elegida por Diego fue Elvira, la de Rodrigo Blanca, y Enrique tuvo la gran fortuna, en parte buscada, de situarse enfrente de Leonor.

Estuvieron largo rato bailando sin parar. Rodrigo y Blanca, mientras lo hacían, se miraban a los ojos, intercambiando sonrisas. En cambio Enrique se sentía molesto. Le daba la sensación de ser la pareja forzosa de Leonor y pensaba que si Diego no estuviera con Elvira, Leonor le hubiera elegido a éste. Y cuando en un momento del baile él la tomó de la mano le dio la sensación de ser todo un sueño del que pronto despertaría.

Rodrigo y Blanca se sentaron en un banco. Los efectos del vino hicieron su aparición y empezaron a hablar de bobadas y a reírse sin sentido. Pero no era los únicos que acusaban los efectos del fruto de la vendimia. Sancho, acompañado con algunos de sus caballeros, cantaba y bailaba subido en una mesa. Contrastaba su aparente alegría con la pesadumbre del invitado Alfonso, que permanecía sentado en un asiento con cara de mal genio. Beltrán empezó a cantar canciones picantes con una horrible voz.

Bajo la parpadeante y tenue luz del fuego de las antorchas, Enrique pudo comprobar los enrojecidos colores de la cara de Leonor. Dedujo que probablemente estuviera cansada de tanto bailar. La preguntó si quería sentarse. Ella le contestó afirmativamente. Enrique la dijo que si quería estar con él o no. Ella le contestó que sí. Él no se lo podía creer. Se sentaron en un tosco banco de madera.

Como un torrente que se desborda la empezó a contar historias, de las que le habían enseñado los frailes, que trataban de guerreros, de amores y lejanos países. De cómo por el amor de una mujer, hubo una guerra en Troya. De cómo un hombre, Alejandro Magno, conquistó medio mundo. De uno de los guerreros más grandes que han existido: Julio Cesar. De cómo, también por el amor de una mujer, Cleopatra, en Roma hubo una guerra civil. De como predicó el apóstol Santiago la fe de Cristo en España. Del reinado de los godos. De cómo conquistaron los moros España. Y de cómo un puñado de cristianos no se doblegaron en las montañas de Asturias.

Lo contaba con tal entusiasmo que parecía ser más reales que las fantásticas aventuras que le había contado su padre a la luz del fuego en las frías noches de invierno. Leonor parecía escuchar con atención, pero transcurrido un tiempo parecía aburrirse.

–No me creo mucho de lo que cuentas. Creo que te lo estás inventando –Leonor sonrió, como advirtiéndole que no conseguía engañarla.

–Todo esto que te cuento es tan real como que tú y yo estamos aquí.

Pero no se atrevió a contarla lo más importante, que era lo que sentía su corazón.

Blanca parecía sentirse en el mismísimo edén con Rodrigo, pero miró a su padre. Estaba sentado y serio en la mesa, no parecía disfrutar de la alegría que había a su alrededor. Se acercó a él.

– ¿Qué os ocurre, padre? –le preguntó.

–Castellanos, son rudos como cabras –se oía de fondo una mezcla de los cantos de Beltrán y Sancho–, pero leales y muy buenos guerreros.

–Entonces, ¿de qué os preocupáis?

–No puedo compartir la alegría con esta gente. Siempre están preparados para la guerra, eso es cierto, no como nosotros que vivíamos creyendo que nunca la conoceríamos. La diferencia es que nosotros ya la conocemos y ellos no. Y me da pena de nosotros, de ellos, de los cristianos. Ese malnacido de Ben Amir no parará hasta destruirnos.

–Si tiene que ser así, será la voluntad de Dios, padre.

– ¿Y Dios dónde está, qué no nos ayuda?

–No sabemos los planes que tiene Dios para nosotros, pero creo que nos queda un camino de largo sufrimiento.

La fiesta fue acabando y Enrique se despidió de Leonor. Un sentimiento entre dulce y amargo se apoderó de él. Lo dulce era recordar los agradables momentos pasados con Leonor. Lo amargo suponía el pensar que Leonor no le amara y el temor de sospechar que quizá nunca pudiera llegar a amarle.


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