Tierra de frontera (5/18)

LOS VISITANTES


Diego subió hasta arriba de San Miguel, acompañando al criado Ruy con las ovejas. Entró en el castillo.

–Vaya calor. Estoy reventado como un cerdo el día de la matanza –se arrojó al suelo.

Ruy, el criado, gritó desde un alto.

– ¿Qué coño pasa? -gritó Diego desde abajo.

–A lo lejos. Un grupo de gente se acerca.

–Posiblemente correos del Conde, no sé que noticias traerán

Diego subió por la escalera de madera a la torre del castillo. El sol deslumbraba. Se puso la mano encima de la frente. En la lejanía, acababan de salir del bosque un grupo de seis personas. Pudo distinguir dos mujeres. Por sus vestidos parecía gente rica y poderosa.

– ¿Quién pueden ser esos? –se preguntó Diego en alto–, vienen para acá que joden.

Bajó corriendo de la torre y fue a comunicárselo a su padre, que estaba riéndose junto con tres de sus caballeros.

–Padre, vienen unos nobles.

– ¿Qué nobles?

–Y yo que sé. Vienen a galope.

– ¿Y qué coños se les ha perdido aquí? Salid a darles escolta y conducidles al castillo

Pasada una media hora, la comitiva entraba en el castillo.

En cabeza iba un hombre mayor, sin llegar a ser anciano, de pelo cano y rostro surcado por arrugas. Detrás una joven, y a mayor distancia, dos hombres jóvenes y una mujer madura. Iban ricamente vestidos y claramente se percibía que eran nobles. Ellos sólo veían a su alrededor toscos campesinos.

Se apearon del caballo. El hombre que iba delante se quitó el sombrero.

Sancho, junto con Gonzalo, su mano derecha, y Diego se acercaron para saludarles.

–Sed bienvenidos, nobles invitados –les saludó Sancho–. ¿Puedo saber a quién tenemos el placer de tener como invitados en San Miguel?

–A Alfonso, señor de Martena y caballero del Rey -respondió el hombre con voz ronca.

¡Era un alto señor leonés! Sancho y Diego se preguntaban que qué extraña razón les habría traído hasta aquí.

El hombre siguió hablando.

–Esta es mi hija Blanca y su criada, y estos dos hombres son dos de mis mejores caballeros.

En ese momento miró al suelo y prosiguió.

– ¿Y a qué se debe el honor de teneros en San Miguel? –le preguntó Sancho.

–A esa maldita rata infiel de Ben Amir y a todos sus malditos infieles seguidores.

– ¿Qué os ha ocurrido, pues?

– Venimos desde Zamora, donde vivíamos. Desde lo alto del castillo, un lugar donde llaman las peñas tajadas, vimos venir una marea de infieles que cubría toda la tierra. El rey Ramiro había hecho un pacto de paz con ellos, pero no sirven los pactos con diablos como Ben Amir, que parece ser que ha tomado el poder en Córdoba y el califa ya es sólo una mera figura decorativa.

Sancho, Diego y Gonzalo se miraron y pensaron lo mismo. La guerra estaba más cerca que nunca. El hombre siguió hablando.

–Mucha gente se pudo refugiar en el castillo y pudimos salvar la vida. Pero en mucho menos de lo que pensábamos, entraron en la ciudad y se llevaron a mucha gente de rehenes y esclavos, luego destruyeron todo. Fue un espectáculo demoníaco ver arder en la noche los arrabales de la ciudad.

El hombre se quedó pensativo y con la mirada perdida.

– ¡Destruyeron todo! ¡Destruyeron todo! –repitió como ido.

Sancho y Diego se miraron. Un ataque musulmán en tierras cercanas. La guerra podía estaba cerca, muy cerca. En cualquier momento, podía ser San Miguel el siguiente en ser atacado. Y San Miguel no tenía la capacidad defensiva de Zamora.

El zamorano siguió hablando.

–Se dijo que León también había sido atacado. No sé si eso era cierto o eso era el pánico. Lo único que quería era proteger a mi hija porque ya es lo único que me queda. Esos infieles me lo han quitado todo. Habremos caminado unas ocho leguas hacia el este, en el territorio del Conde de Castilla. Alguien me habló de vos como un hombre muy bravo y muy bueno. Atravesé las tierras de Villainocencio y su dirigente, una maldita sabandija, me cobró peaje por atravesarlas; así que nos robó el poco dinero que llevábamos encima.

–Señor –habló Diego–, nos alegra vuestra presencia, pero esto es tierra de frontera; poco podemos ofreceros. Vos sois un noble con influencia en la Corte ¿No hubiera sido mejor haberos dirigido a otro lugar? ¿Quizás a León?

El hombre hizo un gesto raro con la cara.

– ¿A dónde se puede dirigir el que lo ha perdido todo? ¿Acaso a León? ¿A encontrarme de nuevo con esos malditos infieles? Yo ya no soy nada, tan sólo un cristiano. Yo ya no sé si tan siquiera existe el rey Ramiro o se lo han comido los moros.

–Entiendo, señor –Sancho hizo un gesto de afirmación.

Diego y su padre se miraron.

–Hacía mucho tiempo que los infieles no amenazaban la cristiandad –añadió Gonzalo.

– ¡Ese Ben Amir es un demonio! –gritó el hombre con furia–, ¡ha desatado las fuerzas del infierno! Todo a su paso es destruido, los campos quemados, las doncellas ultrajadas, las ciudades arrasadas, la cruz insultada y los hijos de Dios sufriendo y pagando con la vida.

–Debéis descansar –sugirió Sancho–. Sois mis nobles huéspedes y no debéis preocuparos. Ahora estáis a salvo, bajo mi protección. Mi hijo Diego os acompañará a vuestras estancias. En cuanto a vuestra hija Blanca, intentaremos que se encuentre lo más cómoda posible. Esto es tierra de frontera y mis hijos y yo vivimos sin muchas comodidades. En todo caso, repito, no os preocupéis. Mandaré personalmente a uno de mis hijos que vaya a comprar y a atender todo lo que necesite vuestra hija.

–Sois muy amable, señor –dijo la muchacha agachándose e inclinándose con maneras de noble.


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