Tierra de frontera (8/18)

EL MERCADO

Afortunadamente era martes y había mercado. En la parte baja de San Miguel se congregaban mercaderes venidos de zonas cercanas, gente dispuesta a vender o cambiar ganado o cualquier tipo de cosa. También existía en San Miguel una familia judía, un padre, una hija y su criado, que vivían aislados del resto de la población, dedicándose al comercio. Se decía que habían vivido entre moros y se habían marchado porque en el califato el trato ya no era tan favorable para los judíos.

Rodrigo y el criado bajaron de los caballos y caminaron despacio entre las estrechas callejuelas formadas por los puestos. San Miguel tenía un extraño olor; era una mezcla de olor a ganado, al trabajo de las pieles de los animales, a humanidad y a flores del campo. Pasaron el lugar donde se vendía ganado y lana y se dirigieron hacia las telas. Rodrigo se quedó mirando varios puestos.

–Esas telas y esos vestidos son demasiado ordinarios para la hija de un noble–señaló Rodrigo–. Más bien parecería una campesina, ¿no lo crees, Ruy?

–Así es, Rodrigo. No creo que encuentres la clase de lujos que andas buscando, aquí, en la frontera.

–Supongo que no –afirmó con gesto de desánimo.

– ¡Espera!, puede que lo tenga Simón el judío.

– ¿Quién es ese Simón el judío? –preguntó Diego con sorpresa.

– Pues sólo un judío que se dedica al comercio. Es ese que vino aquí a vivir con su hija, procedente de tierra de moros. Acércate.

Rodrigo se acercó y el criado le habló al oído.

–Se dice que era un antiguo rabino.

– ¿Qué es un rabino?

–Un sacerdote de su diabólico culto.

– ¡Increíble! - afirmó Rodrigo con cara de sorpresa.

El criado siguió hablando.

–Su hija Sara no viste como las demás mujeres de San Miguel, no lleva ásperos vestidos de lana, sino suaves tejidos de seda.

–Vamos a ver a ese judío. Puede que tenga lo que quiero.

Andando, llegaron a su puesto. El puesto del mercado era de madera ricamente decorada y reflejaba una posición económica superior a la del resto de los mercaderes. En él, se encontraba el criado, un hombre de mediana edad de pelo oscuro y ensortijado.

–Llama a tu amo –dijo el criado de Rodrigo–. ¡Venga! ¡Rápido!

Fue hacia la parte trasera. Unos minutos después llegó Simón el judío. Era un hombre mayor, de pelo cano, con una larga barba. Llevaba la cabeza tapada con un sombrero.

– ¿Qué se os ofrece? –preguntó.

–Queremos ropas y enseres bonitos y lujosos para la hija de un noble –dijo el criado.

– ¡Ah! –dijo Simón el judío con cara de asombro–, es para la hija de ese señor zamorano.

– ¿Y tú cómo lo sabes? –le preguntó el criado poniendo cara de desprecio.

– Las noticias vuelan. Ahora seguidme. Os enseñaré.

Siguiendo a Simón el judío pasaron a la parte trasera del puesto. En ella había dos arcas. Abrió una de ellas y sacó un vestido tipo pellizón de color verde oscuro con ribetes dorados en las mangas y el cuello.

–Precioso ¿verdad? –dijo sonriente el judío.

–Me lo llevo –dijo Rodrigo–. Enséñanos los zapatos.

El judío fue al otro arca y sacó unos zapatos de piel marrón, algo puntiagudos.

– ¿Os gustan estos? –preguntó.

–Pueden valer –contestó Rodrigo–. Necesitamos también un espejo, peines, perfumes y todas esas cosas que usan las damas nobles. Acuérdalo con mi criado.

– ¿Cuánto nos cobrarás por todo? –preguntó éste.

–Por todo ello –el hombre estuvo un rato pensativo–, unos ciento veinte sueldos de plata –contestó finalmente.

– ¡Ciento veinte sueldos! ¡Te has vuelto loco, perro judío! –gritó el criado.

–Es un vestido carísimo. Tiene auténtico hilo de oro –argumentó el judío.

–Cien sueldos y ya está bien –replicó el criado.

–Ciento diez, por ser para el merino.

–Está bien, págaselos –concluyó Rodrigo, deseando dar por finalizado el regateo.

–Es mucho dinero. ¿Qué va a decir tu padre?

–Cuando vea lo bella que va a estar Blanca no dirá nada.


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