Tierra de frontera (2/18)

REVELACIONES

Aún eran unos niños, pero todavía se acordaban de aquel día en el que su padre les contó la historia de sus orígenes. Era un día de enero, frío, muy frío. El cielo tenía color panza de burro, un gris oscuro, muy oscuro. Amenazaba nieve. Cayeron cuatro copos y dejó de nevar, pero el frío era intenso y para las personas ya entradas en años este se hacía insoportable.

Al calor del fuego cenaron algo de tocino, un trozo de jamón, con algo de pan, que estaba bastante reblandecido por la humedad del ambiente. Con el frío que hacía, aquello les supo como el mejor de los manjares.

Sancho, contemplaba pensativo las llamas. Hacía algo más de un año que había muerto su esposa. Cosa de unas fiebres. Empezó a sentirse mal. Las fiebres no le bajaban y se fue apagando lentamente, entre delirios. Nunca dejó de recordar lo que repetía su abuelo: el cielo de la frontera es azul y luminoso como el mar, pero tan traicionero y cruel como éste.

Habían pasado desde entonces muchos años. Tan sólo era un niño.

Los tres hijos se acurrucaron en derredor del calor de las llamas. Sancho pensó que era el momento de contarles la verdad, de donde venían.

– Id siempre con la cabeza muy alta y pensad que por vuestras venas corre la sangre de don Rodrigo, el último rey de España.

– ¿Quién fue ese don Rodrigo, padre? –preguntó Diego, su hijo mayor.

– España fue un reino grande, grandísimo, uno de los mayores del mundo, antes de que llegasen los moros.

Diego era algo mayor que sus hermanos y mientras ellos oían a su padre con atención, él miraba con gesto de incredulidad.

– Esa es una broma de las vuestras, padre –le espetó sabiendo el carácter dicharachero que gastaba su progenitor–. ¿Cómo vamos venir de unos reyes más grandes del mundo?

– Según me contó mi abuelo, el padre de mi padre, y a él se lo contó el padre de su padre, así se ha ido transmitiendo de padres a hijos y así os lo cuento a vosotros. Escuchadme bien, porque esto os acompañará toda la vida –Diego se dio cuenta que su padre hablaba en serio.

– Don Rodrigo debió de hacer algunas cosas mal, por eso España fue tomada por la morería. Nuestro antepasado, Teódulo, de la familia real, luchaba junto al rey Rodrigo cuando atacaron los moros. El rey don Rodrigo contaba con la ayuda de otra familia poderosa en el reino, a la que perteneció el rey Vitiza, anterior a don Rodrigo.

– ¿Y qué pasó? –preguntó Enrique.

– Según contaba don Teódulo, nuestro antepasado y abuelo de mi abuelo, a las cosas malas que hizo don Rodrigo, se unió la traición de la familia de Vitiza, el anterior rey. Por eso sólo estuvieron frente a los moros, el rey Rodrigo, nuestra familia y todos los valientes incondicionales.

– Nuestra familia perdió entonces todo –añadió de forma certera Enrique, el hijo mediano.

– Así es. En esa batalla todo se acabó. Todo. El rey murió y nuestros ancestros de milagro pudieron escapar. Mientras los de la familia de Vitiza se rendían a los moros y colaboraban con ellos. Nuestro antepasado Teódulo huyó a las montañas de Asturias, huyó a morir junto a los más valientes, los más nobles, los que no conocían lo que era la palabra traición. Un obispo, un tal don Oppas, familiar de los de Vitiza intentó convencer a Pelayo y los suyos de que se rindiesen, pero esa gente era especial y decidieron morir en aquellas montañas. Era un bello lugar para morir y así lo decidieron.

– ¿Dónde está Asturias? –preguntó Enrique.

– Muy lejos, muy lejos, al norte, al mar. Una bella tierra llena de verdor.

– ¿Qué es el mar? –preguntó Rodrigo.

– Agua, agua, mucha agua, hasta donde no alcanza la vista. Y salada. Tan salada que si la bebes te mueres.

– Continuad, padre –a Diego le estaba interesando el relato.

–Allí, en un lugar que llaman Covadonga, nuestro antepasado, junto a don Pelayo, otros godos y los astures, y gracias a la ayuda de la Virgen, nuestra señora, lograron contener a los moros.

– ¿A todos los moros? –preguntó Enrique.

– ¡No! A unos cuantos que enviaron a que se rindieran. No lo consiguieron y así empezó la reconquista de España. Ahí estuvo nuestra familia en el Reino de Asturias y ahí continuó cuando la corte se trasladó a León. Éramos importantes hasta que tu abuelo cometió ciertos errores.

– ¿Qué errores? –preguntó Diego.

–Ser honrado y leal. Los familiares y luego los descendientes de Vitiza, convertidos a la fe mahometana, se siguieron comportando como si fueran los reyes de España y aprovecharon su nuevo estado para oprimir a la gente. Esto llegó a los oídos del Califa y mandó que se investigase lo que estaba ocurriendo. Ellos, como tenían informadores en todos los lados, supieron de las intenciones del Califa y urdieron un plan. Merced a la traición, tomaron un puesto fronterizo moro y pasaron a cuchillo a toda una guarnición. Posteriormente fueron a ofrecerse al rey de León, cambiando la verdad por mentira y la mentira por verdad. Dijeron que era mahometanos por temor a perder la vida y que se habían decidido a rebelarse. Pero no era cierto. Eran mahometanos por interés y esa guarnición no la tomaron por valor, sino por traición. Vuestro abuelo nunca se creyó la historia y así se lo hizo saber al rey de León. En la Corte de León, entre ellos y los nuestros se sacaron trapos sucios, viejas historias, cosas del pasado. El rey al final se cansó. No quería rencillas internas, ni banderías, así que optó por mandar a las los familias muy lejos, a la frontera.

–Eso es injusto. Nuestra familia había luchado codo a codo con don Pelayo –alegó Diego.

–Pero así fue. Los reyes atienden a otras razones a veces distintas a la justicia. Así que acabamos sirviendo en la frontera al rey de León y al conde de Castilla, que en teoría le sirve, pero en la práctica se comporta como si fuera otro rey.

–Entonces nuestra familia cayó en desgracia y tuvimos que vivir en esta maldita tierra seca, en la que  sólo hay frío y calor de muerte –asintió Diego, de forma un tanto dramática.

–No digas eso. Esta tierra es sagrada, está bendecida por el sufrimiento de todas las personas que vivimos en ella, bendecida por la sangre de todos los que han muerto por la fe de Cristo, bendecida con el trabajo de nuestras manos y en la que no hay siervos y señores, en la que todos somos caballeros.

–Al precio de que los moros nos ataquen en cualquier momento –añadió Enrique.

– Ser libre tiene un precio, no lo olvidéis.

– Es muy injusto que unos traidores hayan salido beneficiados –afirmó Enrique.

– Pero así es en esta vida –Sancho sonrió intentando quitar gravedad a sus palabras–. En la otra, el Señor ya ajustará cuentas.

– ¿Y nosotros, padre? –preguntó Rodrigo.

–A nosotros siempre nos tocó perder.   


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